Bautista tenía 17 años. Murió después de una pelea callejera que, como tantas otras, primero fue un video viral antes que un hecho policial. Las imágenes muestran a dos adolescentes enfrentados. Bautista, con el caño del asiento de la bicicleta, corre hacia el otro joven. El agresor, que luego quedaría detenido, se saca la remera, pierde el cuchillo, grita “¿dónde está?”, y alguien —de entre quienes miran y graban— se lo alcanza. Entonces todo termina de la peor manera.
El registro estremece. No solo por la secuencia de violencia, sino porque alrededor hay chicos mirando, aplaudiendo, riéndose. Nadie interviene, nadie intenta frenar lo inevitable. Las redes hicieron el resto: reprodujeron la escena una y otra vez, como si se tratara de un contenido más, sin entender que lo que estaban mirando era la muerte.
Hoy hay un detenido en Batán, pero lo que queda en evidencia va mucho más allá de una imputación penal. Hay una sociedad que se acostumbró a filmar en vez de ayudar, a festejar en vez de frenar, a mirar sin reaccionar. Y eso también mata.
También circulan otros videos donde Bautista aparece en otras peleas, desafiando, respondiendo, siendo parte de una espiral que ya parecía fuera de control. En uno se escucha: “Es el valiente contra Bauti”. Dos adolescentes, la violencia como forma de pertenecer, la cámara como testigo indiferente.
Bautista tenía 17 años. El otro chico también. En el medio, una generación que crece sin límites, sin miedo, sin guía.
Y un Estado que llega después, cuando los videos son tendencia.
			











